Corría el primer año capicúa del davagésimo milenio de la resurrección, cuando la gente se apilaba en nichos de paredes cortantes, fermentando las viejas ideas de salud. Los paisajes rigurosos mal se escondían tras pintarrajas poco verosímiles para el observador atento, en las paredes de las calles, de los atuendos y los rostros, de los artefactos sobre ruedas despiadadas que utilizaban el estupor y la melancolía para deslizarse entre lo mismo.
En las arterias de la normalidad se instilaba, por cánulas transparentes, un descreimiento viscoso que sabía a jaqueca, a intolerancia mohosa y rancia, a mímesis y clonación infinita de formas vacías, que resignificaban formas de profilaxis diversas haciéndoles decir pulsión vital: formas insaboras de color por alimento, sexo abúlico y seguro por amor, bullicio por alegría, eran permutaciones negociadas por la frustración aspirante a erigirse en indolencia serena de las masas. Ardían las formas de la noche como el sol de playa, y la irrealidad de la tiniebla lucía humos de neón. Los medios desplazaban a los fines, que eran exhibidos empalados en las plazas, para ser objeto de escarnio popular. El hierro noble y la amable madera eran minados por compuestos plásticos hábiles para la veta y el color: el tacto los delataba, pero nadie los tocaba.
Una que otra voz elegía callar intensamente y lograba, a veces, mellar el ruido inane, el temblor barato de hospital pituco, la fruslería del atardecer empaquetado en formatos multisensoriales que, una vez más, no resistían la prueba de la más mínima iniciativa.
Se practicaba entonces una forma de canibalismo sutil, que mantenía la satisfacción producto de devorar al prójimo, pero sin maltratar la dentadura ni engordar.
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Fue entonces. Sólo podía uno sentirse libre caminando por los hilos sutiles de un discurso pretendiente de sustancia, que cruzaba terrenos a los que no había sido invitado. Una electricidad incierta hermanaba a quienes jugábamos a las escondidas con lo obvio del destino, y nos despeñábamos alegremente por los barrancos semánticos de una búsqueda que la normalidad censuraba cuando no prohibía. El satén se trocaba en sueños de sedas naturales como la felicidad provisoria del cine en los renunciamientos del bosque, y la columna de nube huía de la industrialidad de la fábrica y el tren hasta las comunicaciones precedentes al morse, hasta la guía bíblica nocturna hacia la tierra de promisión.
Un barco de mentira para cruzar en tiempos infinitos el río barroso, era el transatlántico ancestral guiado por algún Caronte acaso, que nos devolvía al infierno desde su par, y la paz se vindicaba en el tránsito, en la certeza y el miedo a llegar, en los instantes eternos y distintos entre una y otra orilla de lo mismo.
Desde la cubierta del barco, las luces de la ciudad que se alejaba sabían solamente a lejanía, en mi conciencia sin rastros de ciudad. La malevosía de los espíritus urbanos no rozaba ya las ínfimas pasiones con que solía negar la verosimilitud; se desgajaban las cáscaras de camaradería devaluada al precio de toda oferta, y la soledad ganaba significado en el azar innombrable del puro hábito de la fe.
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Y sin embargo, está todo claro: hay que dar vuelta el espejo, y mañana despertaré distinto.