No. Que nadie me llama por tu nombre. Empiezo a darme cuenta que si no me llaman por tu nombre, es que en realidad no me están llamando, porque tú estás aquí. Los canteros se extrapolaban de la noche que no venía, y mi canción no podía inundar el ambiente porque las paredes habían colapsado y el lugar era capaz siempre de tomar más y más voz, menos que más que vos que andabas tiesa por los jardines aguardando a que mi verso te liberase de las flores, y mi la música se entreperdía en los vacíos gargolares del agua plana que no cedía, y los cañitos minúsculos que tejen un dibujo inasible debajo de los rosales siguen negándome la redención del pío, la genuflexión final en que la brisa y las rosas y las aguas miles se condensan en un único elixir que al pasar por mi garganta se hará un poema capaz de decirte la verdad.
Nadie me llama por tu nombre, y eso que yo sé que estás ahí; pero las estúpidas paredes me desdicen en cada atravesar los cuéncalos de bruz, se quedan con el color por el que podrías reconocerme, disminuyen el tono de mis versos que se oyen como un grito que no te dice, y las amástulas de mi canción huyen del pentagrama rescatando los rebordes de sí que decantaba la partitura, insensible y arbitraria.
Y me dijiste que la noche llegaría y yo no tenía modo de creerte porque era día, y el tiempo de los audaces no quiere ayeres ni mañanas ni melancolía tal me había pronunciado solo, en un reir de paredes desbocadas que huían de mi voz. Capaz, capaz. Acaso el tiempo se hubiera ido solo por el mismo temblor del agua sana que crepitaba en el agujero último de la fuente que estaba llamada, pese a todo, a alimentar el rosedal. Era el verde que se me hacía dentro, abjurando de los resquicios por los que quería colarse cualquier otro color. Era el verde, que tiritaba entre mis labios húmedos porque el rosa, porque el amarillo, porque las rosas té que tanto quise sin éxito conseguir aquella vez, porque las casas en que nadie vive y los silencios que se pronuncian en ella y ensordecen el canto de las paredes color piedra.
Oy te dije que acía años que no erías mis ganas de llorar. Una ráfaga de nadas olvidadas pasaba a mi través y yo reía de sus intentos vanos de pegarme. Venía a mí, que no estaba allí. Venía a por mí, mas yo no era donde pasaba ella traspasándome fría y ardiente, ebria y tenaz, ni era donde se me quería si es que se me quería, porque la tierra sabrosa reclamaba mis letras con lascivia, el agua se descantaraba precipiciante entre helechos hechos pasta y tras la pasta un papel verde de moho rojoscuro centellante.
¿Cómo habrías de llamarte para que nos supieran? Hoy he sido un vagón de rosas antes del vagón. Aún en tierra, sin vagón, mas el vagón. Oy e ilado y ablado todos los nombres que me nombran: en un cantero fui la sangre y bordeando otro la pasión; en un llanto fui la rosa que da nombre a las rosas, y cuando devenía un silencio que había atrapado la risa de mis ganas de decir, me hice de pronto el aire en movimiento acariciante, ese aire que desteje la fibra de tus pétalos íntimos, y cosquillea desesperantemente las fragancias que antes no sabían de quién ser.